Opinión  Sociología y economía 

Campo de estrellas

Crisis e incertidumbre en el año de Miró

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Campo de estrellas

Crisis e incertidumbre en el año de Miró

Luis Fernández-Galiano 
31/12/1993


Este año no puede resumirse con alegría; pero debe cerrarse con esperanza. En la catástrofe habitual de horror y desorden, el optimismo de la voluntad encuentra constelaciones de pájaros y cometas. Aunque el fin del año propicie un escenario de ruido y furia, el centenario de Joan Miró tiñe 1993 con una sombra pálida y lírica, que redime la tiniebla violenta del año acostumbrado.

Podríamos escribir que este año circular y cruel se inicia con los ecos de una suspensión de pagos y se termina con las voces de otra. Si así fuese, sus imágenes arquitectónicas serían las torres inacabadas de KIO —vendidas finalmente en subasta a los acreedores del grupo inversor kuwaití— y la nunca construida esfera armilar de PSV —cuya primera y única piedra costó 1.700 millones a la promotora de viviendas del sindicato UGT—, dos monumentos estériles a la codicia y a la megalomanía. Pésimas arquitecturas e ingenierías triviales, las torres inclinadas de la plaza de Castilla y el globo pinchado del polígono de Valdebernardo simbolizan, en la capital del país, el fracaso del norte financiero y el sur cooperativo que formaban las dos almas del proyecto modernizador socialista; un proyecto lesionado por la crisis y los escándalos, y que el carisma de Felipe González salvó por la campana en las elecciones de junio.

Santiago celebra el año jacobeo con el Centro Gallego de Arte Contemporáneo de Álvaro Siza (arriba) y Palma de Mallorca el centenario de Joan Miró con un museo de Rafael Moneo junto al estudio del pintor (abajo).

Museos fracturados

Más allá de rosas o sotos, ambos desplomes hablan del brusco despertar de un sueño que ha dejado tras de sí oficinas vacías y viviendas de humo. Al caer el telón y encenderse las luces, la magia se ha desvanecido y otros dos prestidigitadores notorios han mostrado la miseria de su maleta de trucos: López de Arriortúa, el `superlópez’ de General Motors y Volkswagen, lejos de traer una fábrica a su pueblo, ha despedido a 9.000 señores trabajadores en la gestión de una crisis industrial que ha demediado una de las empresas emblemáticas del país, Seat; y Mario Conde, el engominado líder económico que fascinó a la generación del dinero caliente, ha arrastrado a uno de los grandes bancos españoles, Banesto, a una situación dramática que no aliviará su patronazgo del ciclista Induráin.

Sin embargo, 1993 ha sido también un año mironiano y jacobeo, que ha permitido prolongar el ambiente festivo del 92 con las exposiciones del pintor catalán en Madrid, en Barcelona y en Nueva York, y con los múltiples eventos culturales gallegos y el súbito florecimiento cosmopolita de su arquitectura. Si eligiésemos destacar este componente luminoso, los edificios del año no serían unas oficinas inclinadas y una bola de promesas, sino dos museos fracturados y blancos: la Fundación Miró en Palma de Mallorca y el Centro Gallego de Arte Contemporáneo en Santiago de Compostela, dos obras singulares de dos maestros en plena madurez, Rafael Moneo y Álvaro Siza.

La planta estrellada de la Fundación Miró, construida junto al estudio que proyectó Sert para el pintor en Son Abrines, enlaza los pasos de Moneo con los de su predecesor en Harvard, y evidencia su talento para los edificios culturales, ya manifestado en el museo madrileño de la colección Thyssen, este año también felizmente noticia por la venta definitiva a España de los lienzos. Los volúmenes inmaculados del museo del maestro de Oporto, por su parte, son sólo el primer resultado de un generoso desembarco de grandes arquitectos españoles y extranjeros que prometen, con su próxima presencia en Santiago, en La Coruña, en Vigo o en Pontevedra, hacer del finisterre europeo un destino de peregrinos de la arquitectura, como habrá de serlo también la ciudad de Bilbao, embarcada en un ambicioso esfuerzo de remodelación.

Teatro de polémicas

Pero el año ha sido también teatro de polémicas, y muchas de ellas en torno a las arquitecturas de la reunión y el espectáculo. El teatro romano de Sagunto, reconstruido por Grassi y Portaceli con decisión extremista, y paralizado después por los jueces, ha sido el caso más notorio; el Palacio de los Deportes de Huesca, una obra de Enric Miralles cuya cubierta se desplomó en abril, la más preocupante señal de alarma para la estética inestable de la deconstrucción. La crisis jurídica de Sagunto y la crisis física de Huesca han sacudido los cimientos de la profesión con más fuerza que la esperable crisis estética de la mayor obra del Ayuntamiento de Madrid, el Palacio de Congresos de Bofill, o la inevitable crisis cronológica del Teatro Real en la misma desafortunada ciudad, donde la obra más importante del Ministerio de Cultura ha visto retrasada su apertura hasta 1995.

Por lo demás, éste ha sido el año del valenciano Santiago Calatrava, que ha alcanzado el reconocimiento de una exposición monográfica en el santuario del MoMA neoyorquino; honor en el que sólo había sido precedido por el catalán Ricardo Bofill, catapultado hoy al firmamento couché de las revistas del corazón y al zénit catódico de la ascendente televisión-basura por la boda de su hijo con Chábeli Iglesias. El jurado del Príncipe de Asturias ha homenajeado la arquitectura en la persona del veterano maestro Sáenz de Oíza, primer arquitecto español que recibe el premio; y los jurados extranjeros han distinguido a nuestros jóvenes: el premio Palladio se concedió a los madrileños Matos y Martínez Castillo, y los estudiantes españoles, con trece premios, obtuvieron la primera plaza destacada en el concurso Future Bauhaus, al que concurrieron 350 escuelas europeas. Mientras tanto, la Administración española ha mostrado su desafecto o su ignorancia de la arquitectura con una desafortunada reforma profesional y una aún más desconcertante reforma escolar.

La rehabilitación del teatro romano de Sagunto supuso levantar de nuevo el frons scaenae para recuperar el papel urbano que este hito ejercía entre la zona monumental y la ciudad que se desarrolla en la falda de la colina.

En el mundo, la galería de galardonados del año manifiesta una notoria timidez, quizás en sintonía con el retorno a un moderado neomoderno tras el desprestigio del historicismo posmoderno y el escaso arraigo de las cabriolas deconstructivas. El premio Pritzker y el de la UIA se han concedido por primera vez a la misma persona, el sensato y ecléctico japonés Fumihiko Maki, y los restantes premios han ido a parar a septuagenarios que dejaron su obra mejor en los años sesenta; el Praemium Imperiale al también japonés Kenzo Tange, la medalla de la AIA al norteamericano Kevin Roche, y la del RIBA al italiano Giancarlo De Carlo son galardones tan merecidos como poco novedosos. En otro orden de cosas, 1993 se cobró el peaje habitual de desaparecidos ilustres. El mismo año que murieron don Juan de Borbón, Severo Ochoa y Federico Fellini, la arquitectura registró la pérdida de la británica Alison Smithson, el finlandés Reima Pietilä, el norteamericano Charles Moore, y nuestro entrañable Ramón Vázquez Molezún.

Heridas abiertas

La arquitectura sólo ha alcanzado los titulares con las catástrofes o los templos expiatorios de este siglo violento, que se alumbró con sangre en Sarajevo y agoniza, también entre dolor y frustración, en la misma capital bosnia. El atentado del fundamentalismo islámico contra las Torres Gemelas de Nueva York en febrero, la devastación por el IRA de la City londinense en abril, o el incendio del Parlamento ruso por el golpe de estado de Yeltsin en octubre hablan de conflictos étnicos, religiosos y políticos que desgarran el tejido social de las culturas y el tejido físico de las ciudades, en un mundo simultáneamente más integrado por autopistas informáticas y acuerdos económicos, y más fragmentado por odios raciales o desacuerdos lingüísticos.

Tras el revuelo causado por el desplome parcial del Pabellón Deportivo de Huesca, Enric Miralles terminó el Centro de Gimnasia Rítmica de Alicante, con una estructura ondulante que alude al relieve de la zona.

Aunque algunos conflictos han mostrado señales optimistas —como el apretón de manos entre Arafat y Rabin, o la campaña del lazo azul en el País Vasco—, lo cierto es que las heridas del mundo están casi todas abiertas, y las religiones se enfrentan a ellas con piedad, cálculo e impotencia. Mientras los templos musulmanes se destruyen en la India y en Bosnia, Hassan II ha construido en Casablanca la mayor mezquita al oeste de La Meca, en un esfuerzo por encauzar el auge islámico que está arrasando Argelia o Egipto; el cardenal Ovando ha construido en la arruinada Managua una catedral frente a los sandinistas y a las sectas protestantes; y los judíos norteamericanos han financiado un Museo del Holocausto en Washington que ha sido el acontecimiento arquitectónico del año, comparable sólo al entusiasmo cinematográfico que ha despertado La lista de Schindler, las tres emocionantes horas en blanco y negro sobre el genocidio judío de un Spielberg posjurásico.

Los holocaustos cotidianos, sin embargo, continúan en un planeta devastado por catástrofes ecológicas, bélicas, económicas y sanitarias, que deletrean los signos de ese nuevo desorden internacional que ha gestado la sociedad del malestar. Pero la esperanza habita todavía en las constelaciones de Miró, con soles y mujeres, caracoles y lunas; habita en una estrella de agua transparente y verde al borde del mar. El escultor Alberto pensaba que «el pueblo español tiene un camino que conduce a una estrella». Quizá sea ésta.


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