Fútbol de cantera

Eduardo Souto de Moura, Estadio Municipal de Braga

Luis Fernández-Galiano   /  Fuente:  El País
30/06/2004



Las eurournas han sido derrotadas por la Eurocopa. La coincidencia de las elecciones al Parlamento Europeo con el inicio del campeonato europeo de fútbol en Portugal ha permitido comprobar que, al menos en lo que a audiencias televisivas se refiere, la política no puede competir con el deporte. Algo que sin duda ya esperaban los propios candidatos del país anfitrión, que no han dudado en fagocitar el lenguaje del fútbol en sus campañas electorales, del ‘Força Portugal’ de la coalición gobernante a las tarjetas amarilla o roja reclamadas por la oposición socialista o comunista, en una berlusconización de la democracia que pasa de puntillas sobre la relación non sancta entre clubes deportivos y partidos políticos a través de la charnela bien engrasada del poder urbanístico municipal. Estos vínculos corruptos entre los dirigentes del fútbol, los representantes locales y los empresarios de la construcción —que en Portugal han llevado a la detención y posterior libertad provisional del alcalde de Gondomar, Valentim Loureiro, presidente a la vez de la Liga Profesional de Fútbol y de la Zona Metropolitana de Oporto— parecen ser, por desgracia, consustanciales al capitalismo del espectáculo. En Italia o España hemos conocido casos innumerables de colusión entre el césped de los estadios y el suelo de la ciudad —el del recientemente desaparecido Jesús Gil fue sólo el más pintoresco y extremo—, pero el ingreso en prisión hace unos meses del presidente del 1860 Múnich por un soborno vinculado a la adjudicación de las obras del Allianz Arena, el estadio de Herzog y de Meuron donde se celebrará la inauguración del Mundial de 2006, muestra que ésta no es una patología exclusivamente latina. 

El arquitecto propuso la implantación del estadio en una cantera en desuso, regenerando una zona degradada con el nuevo edificio deportivo, cuya sección interpreta con inteligencia la abrupta topografía del lugar. 

El estadio municipal de Braga, que felizmente ha permanecido al margen de la epidemia de escándalos, es sin duda la más valiosa obra de arquitectura promovida por el evento —para el que se han remodelado tres estadios, y construido siete de nueva planta—, y tanto la circunstancia de su gestación como su localización en el territorio y su proyecto definitivo arrojan luz sobre la naturaleza de la construcción y el deporte contemporáneo. Su origen, vinculado a la designación de Braga como sede de dos partidos de la fase previa del campeonato, evidencia que no hay grandes inversiones sin grandes acontecimientos: por desmesurado que pueda parecer, la mejor garantía de la realización de una obra es su condición de marco de un suceso. Su implantación singular en una antigua cantera de granito —decidida por el arquitecto tras rechazarse la desafortunada ubicación en una vaguada atribuida por el planeamiento—, recuperando para la ciudad una zona marginal y sirviendo de soporte para el futuro crecimiento, manifiesta la importancia territorial de las infraestructuras, responsables al cabo de la forma urbana. Su proyecto, por último, que conforma el estadio con dos tribunas enfrentadas —una adosada al acantilado pétreo, y la otra sostenida por una serie rítmica de pantallas de hormigón—, unidas por una marquesina colgada, y sin gradas en los fondos de gol, reemplaza la olla o bombonera de los campos con alta temperatura emotiva por un seco y monumental escenario para las retransmisiones deportivas, reconociendo la naturaleza mediática del fútbol contemporáneo.

 De una belleza áspera que no es ajena al contraste entre la pared rocosa de la cantera que cierra uno de sus fondos —el otro está abierto al paisaje lejano— y la exigente geometría de hormigón de la colosal obra civil, el estadio de Souto de Moura se cubre con una marquesina inicialmente propuesta como una lámina continua similar al dosel de hormigón realizado por Álvaro Siza en el pabellón de la Expo de Lisboa, y finalmente ejecutada con un sistema discontinuo inspirado, según el arquitecto, en los puentes suspendidos del Perú indígena. La marquesina, que se interrumpe en el rectángulo del campo de juego, viene a rematar sus bordes con las hileras de focos y sendos canales de evacuación de aguas que se vierten con gárgolas en dos grandes canales escultóricos sostenidos en voladizo desde el acantilado. Las titánicas pantallas de hormigón que soportan la tribuna exenta se aligeran con las perforaciones circulares que permiten el movimiento transversal y la elegancia musical de las escaleras intercaladas —que incluso se suplementan con un último módulo puramente compositivo—, llegando a parecer de una ligereza papirofléxica con la inmaterialidad que otorga la iluminación nocturna. Desde la plaza situada frente a ella acceden los espectadores, que para llegar a la tribuna apoyada en la roca deben atravesar una gran sala hipóstila, con columnas de capitel troncocónico, que se extiende bajo el césped del campo; otra plaza, realizada sobre el acantilado de la cantera a una cota cuarenta metros superior, y con un uso de aparcamiento VIP, permite un acceso restringido a las zonas de palcos y prensa.

Para adaptarse al lugar se levantan dos tribunas enfrentadas, una que se apoya en la pared de roca, y otra que se eleva exenta, formada por una sucesión de escultóricas pantallas de hormigón, a la vez sólidas e ingrávidas. 

 Eduardo Souto de Moura, que hace ya veinte años construyó en la periferia entonces rural de Braga su primera obra, el mercado de Carandá —ahora remodelado con varias amputaciones que pretenden, según palabras del arquitecto, «evitar que sucumba a la gangrena»—, ha regresado a esta ciudad, equidistante entre Oporto y la frontera con Galicia, para realizar su proyecto de mayor dimensión física y acaso también simbólica, al reunir como lo hace la escala brasileña —es inevitable recordar las obras de Vilanova Artigas o Reidy— con la visibilidad mediática de un escenario de alta competición deportiva. Elegante siempre, pero en este caso bajo el impacto violento del tamaño, el contraste entre geometría y naturaleza de sus casas primeras se pone aquí al servicio de la ordenación del territorio, de la misma manera que la innovación tipológica del estadio extrusionado se somete a la lógica estructural y visual del espectáculo; en una obra radical donde se ofrece además, en la marquesina colgada, una coda catenaria de homenaje a su maestro Siza que nos hace pensar si la llamada escuela de Oporto, con su convencional genealogía Távora-Siza-Souto, no tendrá después de todo algún fundamento diferente de la mera amistad mutua, ¡por más que este proyecto portugués reconozca también algún padre brasileño!.

Las marquesinas que protegen al público están colgadas de cables anclados en la coronación de las dos tribunas, y que se extienden sobre un campo de juego cuyos fondos de gol se abren al paisaje circundante. 

Con su seriedad lacónica y su esforzado orden, quiero pensar que este estadio singular comparte algo de la disciplina pedregosa y la mecánica coral que han hecho ganar al Oporto de Mourinho la Copa de Europa, poniendo de manifiesto que el fútbol de cantera puede llegar a ser tan valioso como el de Futre o Figo. El fracaso del Madrid galáctico de Queiroz, por su parte —del que ya fui avisado hace un año por António Lobo Antunes, tan persuadido de la incompetencia de su compatriota como del exacto acomodo de nuestro Camacho al Benfica proletario—, tiene probablemente también una moraleja arquitectónica, porque evidencia la esterilidad de la fantasía y el talento individual si no se enmarca en una estrategia y un sistema. Tanto una como otro están testarudamente presentes en el trabajo de Souto de Moura, que sólo se permite los adornos de las falsas escaleras o las gárgolas escultóricas cuando ha tomado las grandes decisiones de implantación y ha trazado las líneas estructurales del proyecto: planificada la temporada y armado el equipo, el arquitecto puede concentrarse en la belleza geométrica y lírica de este juego serio.


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