La diferencia indiferente

Luis Fernández-Galiano 
30/09/2009


En la ciudad genérica, el edificio-emblema suministra diferencia, y no hay ejemplo más elocuente que el museo. Al igual que en la ciudad tradicional los monumentos jalonan y articulan la extensión uniforme del caserío, en la ciudad contemporánea las construcciones icónicas dotan de identidad a sus paisajes unánimes, función ésta que con frecuencia se atribuye a los museos de autor. La actual crisis ha hecho augurar a muchos el ocaso de los iconos arquitectónicos —lo mismo que el 11 de septiembre arrojó sombras sobre el futuro de los rascacielos—, pero la bulimia de imágenes que singularizan entornos crecientemente indistintos sigue alimentando el carrusel heroico y trivial de las sedes expositivas: aun debilitado por la mudanza en las prioridades sociales, el ecosistema del museo sobrevive.

Revestido con las credenciales críticas del archivo o el atlas —apenas un ropaje metafórico que intenta cubrir la desnudez estética y la indigencia intelectual de tantos proyectos—, el museo se presenta alternativamente como el lugar de culto de esa nueva religión del estado en que se ha convertido el arte, o como un parque de atracciones gobernado por la técnica y el mercado. Indeciso entre la liturgia y el entretenimiento, este escenario formal de los nuevos relatos colectivos recaba sin esfuerzo el peaje del talento, y los más notorios autores de nuestro tiempo compiten en otorgar cualidades emblemáticas al que es también un símbolo de estatus ciudadano, eficaz instrumento del branding urbano y motor de un turismo de masas que persigue tanto el consumo de sensaciones como la legitimación cultural. 

Paradójicamente, estas obras singulares albergan historias homogéneas, y sus dispositivos de exposición conforman relatos que normalizan la transmisión de valores, convirtiéndose en herramientas privilegiadas de la cohesión ideológica en las actuales sociedades: son iglesias de fieles devotos, clérigos descreídos y herejes infrecuentes. Sean catedrales o parroquias, en estos templos se transmite una misma doctrina, transida de respeto sacrificial por objetos canónicos, sumisión respetuosa a la narración sacerdotal y reconocimiento en el espejo oscuro del dogma cultural: son historias que fingen dar cuenta del mundo, pero que sólo ofrecen ficciones compartidas. Ese contenido genérico se vierte en recipientes de muy distinta forma, y en esa diferencia pintoresca reside quizá su terminal indiferencia. 

He visitado alguno de los museos que publicamos aquí, y espero que la vida cruce en mi camino otros de ellos; he conversado con varios de sus directores, admirando siempre su talento o su empuje; y conozco bien a la mayor parte de sus arquitectos, profesionales de extraordinarios logros en el terreno abrupto de hacer realidad los sueños colectivos, consiguiendo que parezca fácil el milagro esforzado de materializar un proyecto. Por otra parte, me gusta pasar tiempo en los viejos y en los nuevos museos, y alguna de mis horas más felices han transcurrido en ellos. Pero no puedo evitar sentir que esta floración de obras icónicas ha llegado a un extremo final de agotamiento, que sus relatos expositivos suscitan una fatiga reiterada, y que hoy la arquitectura necesita atender otras demandas, y contar otras historias.

Luis Fernández-Galiano


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