Opinión 

La nave de los locos

Opinión 

La nave de los locos

Luis Fernández-Galiano 
16/04/2024


Representación en el Teatro Real de la ópera La pasajera, de Mieczysław Weinberg © Javier del Real / Teatro Real

Madrid en marzo ha mostrado el malestar de la memoria. El Teatro Real ha programado La pasajera, una ópera cuyos protagonistas viajan en una nave que alberga en sus sentinas el recuerdo del horror del Holocausto; la Real Academia de Bellas Artes ha inaugurado una exposición de Goya, ‘El despertar de la conciencia’, que ilustra con su Casa de locos la rebelión de la razón frente a los desastres y los disparates del mundo; y las instituciones políticas han conmemorado sin consenso el vigésimo aniversario del mayor atentado terrorista de la historia europea, confirmando la enajenación amnésica de los que navegamos en el frágil barco de una nación provisional. Si es locura ignorar la memoria del exterminio judío o la crueldad de las guerras napoleónicas, no lo es menos desmantelar el recuerdo compartido de los que fraguaron la Transición española desde la voluntad de concordia y bajo la sombra ominosa de la Guerra Civil. La muestra de la Academia incluye, en la sección que le da título, el melancólico retrato de Jovellanos, un reformista moderado que procuró el fomento de la educación y la ciencia como motores del progreso, al cabo un cuerdo en un tiempo desquiciado.

El humanista alsaciano Sebastian Brant publicó en 1494 Das Narrenschiff, y esta ‘Stultifera Navis’ que ilustró Durero y evocó el Bosco —inspirada por un fragmento de La República platónica sobre la nave del Estado— transitó de sátira a drama alegórico con Ship of Fools, la novela de 1962 de Katherine Anne Porter y la película basada en ella que estrenó en 1965 Stanley Kramer, donde un transatlántico lleva de México a Alemania en 1933 a pasajeros de primera clase y a deportados que se hacinan en la cubierta inferior. En la ópera de Mieczysław Weinberg, cuyo libreto de Alexander Medvedev versiona una novela de Zofia Posmysz que ya había dado lugar a una película de Andrzej Munk en 1963, el buque viaja de Alemania a Brasil en 1959, y el encuentro incierto entre una carcelera y una superviviente de Auschwitz permite contrastar la estética nívea del navío, genuina metáfora de la modernidad técnica, y los sombríos niveles inferiores donde se despliegan los recuerdos siniestros del campo de exterminio, cuya luz parda evoca los interiores alucinados de los asilos para lunáticos representados por el ojo crítico de un Goya desencantado con la razón.

Si La pasajera se cierra con la rúbrica «No los perdonéis nunca», la premiada este mismo mes con el Óscar a la mejor película extranjera, La zona de interés, se ocupa de Auschwitz de forma simétrica, porque frente a la insurrección moral ante los verdugos y su culpa imperdonable nos interpela con la ceguera voluntaria de quienes elegimos no ver el horror y no recordar a sus víctimas. La cinta de Jonathan Glazer, basada en una novela de Martin Amis, registra la vida del director del campo Rudolf Höss y su familia junto a las tapias del recinto y bajo el humo leve de las chimeneas de los hornos, y esa trivialidad del mal absoluto es aún más trágica que la representación del crimen. El espectáculo armado en dos escenarios superpuestos con la música y el relato de dos judíos polacos, un discípulo de Shostakóvich y una superviviente de Auschwitz, nos inflama con ira retrospectiva; pero el transcurso plácido de los días perfectos de la familia Höss nos sitúa ante los palestinos de Gaza o los inmigrantes del Mediterráneo, que están al otro lado de una tapia de indiferencia, mientras con los ojos cerrados seguimos navegando en un barco amnésico y demente.

El Mundo. La casa real de La zona de interés: un paraíso con vistas a Auschwitz

Francisco de Goya, Casa de locos, 1808-1812


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