Arquitectura Viva teletrabajando

No es fácil ponderar el alcance real del impacto de la crisis de la pandemia en nuestra vida cotidiana: encontrar ese término medio entre las opiniones de los catastrofistas convencidos de que la covid-19 supone un punto de no retorno para nuestras sociedades y los optimistas que creen, sin más, que la vuelta a la normalidad —sin ‘nueva’— está a la vuelta de la esquina. Lo que sí parece claro es que las exigencias de la cuarentena han servido, cuando menos, para acelerar procesos que estaban ya en marcha antes de la crisis sanitaria.

Entre ellos, quizá el más notable ha sido la expansión del teletrabajo, una herramienta demandada sobre todo por mor de la conciliación y que el desarrollo progresivo de la tecnología y la llegada fulminante de los virus han generalizado y vuelto imprescindible.

Son pocos los que dudan de las ventajas del teletrabajo allí donde es posible. Ventajas que no sólo atañen a los empleados, sino también a las empresas, por cuanto si a unos los hace más libres a la hora de organizar el trabajo y hacerlo compatible con la vida familiar, a las grandes compañías las libera de la obligación de levantar y mantener costosos edificios corporativos, o, al menos, de equipar los espacios físicos que exige el trabajo tradicional.

Pero el teletrabajo tiene también sus lados inquietantes. Es cierto que afloja las ataduras del trabajador a su puesto de trabajo físico, pero no es menos cierto que tiende a sujetarlo más en el tiempo, en la medida en que el teletrabajo puede extenderse por horarios intempestivos, con los abusos potenciales que ello implica. Y si el teletrabajo permite la conciliación, lo hace en buena medida a costa de la interacción en la oficina, uno de los métodos principales de socialización en la vida moderna. El capitalismo tiende a reinventarse, y es difícil evitar la idea de que el teletrabajo sea quizá una de sus nuevas caras.


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