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El patrimonio, ni mercancía ni museo

Luis Fernández-Galiano 
30/04/2010


«El patrimonio es una riqueza fósil, gestionable y explotable como el petróleo»: las palabras de un responsable político francés de la cultura sirven a Françoise Choay para denunciar la mercantilización universal del patrimonio, entregado al consumo del turismo de masas. Pero la eminente historiadora y humanista censura también la ‘museificación’ de las arquitecturas del pasado, transformadas en parques temáticos sin otro uso que el recreativo, al servicio de la industria del ocio. Frente a esta deriva, Choay propone la resistencia en tres frentes: el educativo, con la promoción en la escuela del entendimiento del espacio edificado, desde su génesis histórica hasta su percepción con todos los sentidos, en contraste con el actual dominio de lo virtual; el profesional, con la utilización ética de las construcciones heredadas para ponerlas al servicio de las nuevas demandas sociales, renunciando al dogma de su intangibilidad y al formalismo de la restauración histórica; y el comunitario, con la participación colectiva en la producción de un patrimonio vivo, suscitando un diálogo entre constructor y usuario que sustituya los monólogos narcisistas que hoy han reducido la arquitectura a la creación de imágenes mediáticas.

Françoise Choay, a la que debemos extraordinarias aportaciones a la teoría de la arquitectura y el urbanismo —desde su germinal La Règle et le Modèle de 1980 hasta sus posteriores ediciones de Haussmann y Alberti—, ha dedicado al patrimonio buena parte de su energía intelectual durante las dos últimas décadas. Fruto de ella han sido L’Allégorie du patrimoine en 1992 (Alegoría del patrimonio en su versión castellana de 2007, reseñada en Arquitectura Viva 117), los artículos agrupados en la sección III, ‘Patrimoine’, de su Pour une anthropologie de l’espace de 2006, y la actual Le patrimoine en questions, una antología de textos históricos —desde el abate Suger en el siglo XII hasta un documento de la Unesco de 2008—, precedida por una minuciosa introducción, que se concibe como una herramienta de combate frente a las tendencias impulsadas por la globalización cuyo resultado es la transformación de la herencia edificada en mercancía o en museo.

Inspirada por las intuiciones antropológicas de Claude Lévi-Strauss, y alimentada por su singular erudición, Choay extiende los análisis de Aloïs Riegl sobre la diferencia sustantiva entre el monumento como dispositivo de memoria (un artefacto de naturaleza universal, hecho casi redundante por la memoria artificial de la escritura primero, la imprenta después, la red por último) y el monumento histórico como objeto de valor intelectual y artístico, una invención exclusivamente occidental gestada en la revolución cultural del Renacimiento y cristalizada en la revolución industrial del maquinismo; ilustra la importancia del daguerrotipo y la fotografía en la creación de un museo imaginario de la arquitectura y de los monumentos históricos, impulsado por guías turísticas como la pionera del prusiano Baedeker y por las primeras revistas de arquitectura, la londinense The Builder y la parisina Revue générale de l’architecture et des travaux publics, que se crean respectivamente en 1835 y 1840; y explora en detalle la oposición convencional entre el conservadurismo británico de Ruskin («lo que se llama restauración es la peor forma de destrucción que puede sufrir un edificio») y el progresismo francés de Viollet-le-Duc («restaurar un edificio... es restablecerlo en un estado completo que puede no haber existido nunca»), mostrando su pertenencia común a la cultura de Europa occidental, que nutre igualmente las reflexiones de Riegl, su desarrollo a través de los trabajos de Camillo Boito y Gustavo Giovannoni, y las cartas internacionales de Atenas en 1931 y de Venecia en 1964.

Al cabo, lo que preocupa más a la profesora emérita francesa es lo que llama revolución electro-telemática, con la promoción de lo virtual en demérito de la relación física del cuerpo con el mundo; la utilización de prótesis cada vez más sofisticadas, materializando las anticipaciones de Freud sobre la transformación del hombre en un ‘dios protésico’; el debilitamiento de las instituciones en beneficio de una seudolibertad individual; la ruptura con la memoria viva, en favor de la instantaneidad; y la normalización de las culturas desdibujando sus diferencias. Esta revolución, que en su opinión no tiene precedente en la historia humana desde la sedentarización de nuestra especie, está creando una genuina sociedad mundial que transforma radicalmente la morfogénesis y la organización del territorio, creando aglomeraciones desestructuradas, sin cohesión entre las poblaciones y el entorno local, y convirtiendo el patrimonio, bien en un fetiche nostálgico, bien en un imán turístico.

La ciudad genérica de la globalización ha sido descrita también por Rem Koolhaas —al que Choay cita elogiando la exactitud de sus análisis, pero censurando que juzgue el proceso inevitable—, y el holandés ha prestado asimismo atención al diálogo entre conservación y destrucción que implica esta colosal mudanza urbana. Al hilo del proyecto de su oficina para transformar el monumental Fondaco dei Tedeschi veneciano en un lujoso centro comercial para el grupo Benetton, Koolhaas presenta en el Palazzo delle Esposizioni su aportación a la ya secular polémica entre Ruskin y Viollet-le-Duc con una muestra, ‘Preservation’, que se propone como un manifiesto sobre la importancia política, económica y social de la conservación: un asunto central en la experiencia del paisaje del siglo XXI, ante el que los arquitectos, dice, han sido ignorantes u hostiles, y al que la Bienal de Arquitectura no ha prestado casi ninguna atención desde la edición de 1980, convocada por Paulo Portoghesi bajo el lema ‘La presencia del pasado’. La iniciativa de Koolhaas será calificada rutinariamente de cínica y oportunista, pero acaso sea más bien oportuna en el tiempo y el lugar. Si su talento propagandístico, su pirotecnia retórica y su causticidad provocativa animan a explorar el fértil territorio intelectual cartografiado por Françoise Choay, no podremos sino felicitarnos: en la estratificación conceptual de la historiadora francesa hay vetas que merecen excavarse, y quizá ello justifique también describir el patrimonio como riqueza fósil.

               


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