Una pareja madura decide dejar la capital y radicarse en la ladera de un cerro cubierto de una densa selva de especies nativas. Tras las primeras reuniones, la romántica decisión comenzó a traslucir una leve, aunque persistente, aprensión ante el posible hastío de estar juntos todo el tiempo. Finalmente este dato se convirtió en uno de los problemas centrales que intentaría resolver el proyecto. Sumado a las rotundas condiciones del lugar, ese problema condujo a las siguientes decisiones: primero, contener todo el programa en un volumen compacto y monolítico, que sirviera para conservar la temperatura y para reforzar la sensación de autonomía de la pareja; segundo, ganar altura para asomarse sobre los árboles y conseguir vistas y sol; tercero, alejar las tres habitaciones de uso privado (el dormitorio y los estudios de cada uno), para estimular la búsqueda y los desencuentros; y cuarto, unificar las actividades públicas en un espacio abierto, orientado al norte, que permitiera recorrer con lecturas transversales y diagonales la topografía del cerro. El espacio mayor y las habitaciones se revisten con un mismo entablado en suelos, paredes y techos. La superficie exterior está cubierta por una capa de entablado y cubrejuntas verticales de pino sin cepillar y acabado negro de aceite carbonileo (habitual en las construcciones rurales de la zona).